viernes, 29 de agosto de 2008

BOGOTÁ Y LAS MARIPOSAS DE MI ESTÓMAGO

Con tan sólo oir a alguien diciendo "Bogotá", me sobreviene una suerte de revolución estomacal; pero, cuidado, no se trata del espasmo de un trastorno gástrico. No y dos veces no: el agite viene del aleteo de unas mariposas amarillas que duermen allí y se despiertan cuantas veces alguien dice "Bogotá". ¿Qué será, Dios mío, lo que ocurre? He tratado de averiguarlo y no logro dar con la cifra que articula esta fiesta en mis entrañas.
No sé, a veces he creído que el tumulto se origina en el recuerdo fotográfico que conservo de algunos apartamentos bogotanos donde he sido feliz: en ellos he saboreado el gusto del ajiaco y la buena compañía. Otras veces he creído que la revolución tiene su fuente en el rostro de una mujer que me habló con su mirada y yo me sentí alegre y plácido en el cielo de sus brazos, como un adolescente enamorado. Otras veces he creído que mis mariposas nacen del clima y la altura y las maderas de una casa donde hacía frío y todos queríamos abrazarnos, para olvidar las bombas y los asesinatos y el horror de aquel país tomado por los demonios más voraces del infierno.
¿De donde vendrían mis mariposas amarillas? ¿Habrán nacido la tarde en que yendo por la circunvalar vi el hueco del piso dieciocho? ¿Habrá sido en el instante en que constaté que dormía en el diecisiete y que la noche en que estalló aquella bomba he podido ser yo el huésped vecino? No lo sabré nunca, pero con tan solo saber que voy a Bogotá se activan en mí los aleteos y me toman unas ganas de vivir y de tener futuro y de dejarme querer. Qué maravilla, Bogotá y los usos amabilísimos de unos poetas que se sobreponen, como unos aristócratas ofendidos, al horror de los asesinos, del terrorismo, del narcotráfico. Qué maravilla, Bogotá. La capital de un país que es capaz de traer al mundo a Pablo Escobar Gaviria y a un zagaletón de Aracataca. Una nación que soporta los pasos angelicales de Puyana y Marta Senn y, además tolera indignado la ignominia del sicariato. ¿Será por todo esto que cuando oigo la palabra Bogotá corro al refugio de la gente que se resiste, que se entrega, que se niega a aceptar que el mundo esté tomado por los rayos de la violencia? Que paradoja, en las calles de esta ciudad signada por las cicatrices que el odio va dejando a su paso, he sido feliz. Allí mis días se insuflaron de un viento que sólo las llamas reconocen. Allí, mientras el aire no lograba correr a sus anchas por mis pulmones, conocí la alegría limítrofe de quien sabe que todo puede terminar súbitamente. Eso es Bogotá: la vida al extremo porque puede acabarse ya. Eso es lo que se respira en los sitios nocturnos donde bailamos como si no hubiese mañana. Intensos, la noche se consumía en la brasa de sí misma. El futuro es ya, o puede perderse como las paredes del piso que vi desde la circunvalar.
Bogotá, una ciudad cuya sangre palpita en el nido de sábanas de los esperanzados, un trazado urbano que tiene su luz en los espacios cerrados, en la habitación, en el salón, en los usos del conciliábulo, de la conjura de la confesión. Bogotá, la ciudad que más y mejor me ha hecho comprender el país que tengo. No es nuevo: desde la sombra se ve mejor el cuerpo que la proyecta. Colombia y Venezuela se explican la una a la otra, como dos hermanas distintísimas que al mirarse a los ojos hallan lo que a cada una le falta.

1989
en Imago Mundi, de Rafael Arráiz Lucca

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